EL SEÑOR PORCEL
El señor Porcel entró a una ferretería y le dijo al empleado:
-¿Tiene algo para medir una repisa?
-Sí, cómo no -le respondió el empleado enseñándole un metro-. Tengo
este metro.
-No, no, me sobra -respondió el señor Porcel-. La repisa mide ochenta
centímetros. Me sobran veinte centímetros.
-¿Cómo que le sobra? -preguntó sorprendido el empleado-. Con ese
metro podrá medirla perfectamente.
-Sí. Pero me van a sobrar veinte centímetros. ¿No tendría un metro
que mida ochenta centímetros?
-¿Un metro que mida ochenta centímetros? -interrogó confundidísimo el
empleado-. No, no tenemos.
-¿No podría cortarme este metro? -insistió el señor Porcel-.
Córtemelo a los ochenta centímetros.
-No se puede -balbuceó el empleado-. ¿Por qué no lleva todo el metro?
-¡Porque me sobran veinte centímetros! ¡Porque me sobran veinte
centímetros! -gritó el señor Porcel perdiendo la paciencia-. ¿Cuántas veces
quiere que se lo diga? ¡Me sobran veinte centímetros! ¿Podría decirme dónde
puedo comprarme un metro que mida ochenta centímetros?
-No hay -tartamudeo coloradísimo el empleado-. El metro mide cien
centímetros.
-¡Valiente descubrimiento! -chilló el señor Porcel-. Ya sé que el
metro mide cien centímetros, pero da la casualidad que mi repisa mide
ochenta. De manera que está claro que me sobran veinte centímetros. ¿Se
puede saber qué hago con los veinte centímetros que me sobran?
-Pero es que yo...
-¡Pero es que usted es un imbécil! -bramó el señor Porcel-. ¿Va a
decirme ahora que no hay nada para medir una repisa de ochenta centímetros?
Sepa, caballerito, que como está la vida de cara yo no voy a desperdiciar
veinte centímetros. ¡Pobre país! Veinte centímetros por allá, veinte
centímetros por acá y terminaremos arruinados. Pero ya que usted no me lo
quiere vender, lo compraré en otro lado.
Y el señor Porcel se alejó furioso, entró a un hospital y le dijo al
médico de guardia:
-Venía a verlo porque tengo una espantosa indigestión de frutillas.
-¡Pero si esta no es la época de las frutillas!
-Bueno. Entonces volveré otro día.
LA FAMILIA CATEURA
Felipito, el hijo del señor Cateura, tomó un vasito óptico y se hizo
un baño ocular. El señor Cateura, al verlo, le pegó un espantoso rodillazo
en la boca del estómago, arrojó el vasito por la ventana y exclamó:
-¡Borracho! ¡Temulento! ¡Beodo! ¡Lo único que faltaba! Yo, el
carnicero Cateura, tener un hijo borrachín.
-No, papá -se apresuró a decir el niño-. No tomaba alcohol. Solamente
me daba un baño ocular, porque tengo conjuntivitis.
-¿Conjuntivitis? -gritó el hombre hecho una fiera mientras daba
patadas a Felipito en el tímpano derecho-. ¿Conjuntivitis? ¿Qué es eso,
bestia? ¿Una enfermedad inventada por la Junta Consultiva? ¡Quién lo iba a
decir! Yo, un depuestista de ley, tener un hijo con consultivitis.
-No, papá -explicó pacientemente el niño-. Conjuntivitis. La
conjuntivitis es una inflamación de la conjuntiva.
-¿Inflamación de la Consultiva? -chilló histéricamente el hombre al
mismo tiempo que mordía con fuerza el codo del niño-. ¡Mejor! ¡Qué se muera
la Consultiva inmunda con todos sus viejos reblandecidos! Dime, canalla:
¿qué hizo de bien para la patria la Consultiva? ¿Hizo bajar el peso? ¡No!
¿Lo degradó a Aramburu? ¡Tampoco! ¿Importó de Suecia señoritas de 16 años?
¡Menos! ¿Se puede saber, degenerado, por qué te preocupas tanto de esa
estúpida Junta Consultiva?
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó Jezabel, la señora de Cateura, que
llegaba en esos momentos de la calle.
-Que al mariquita pepitero de tu hijo le ha dado ahora por adorar a
la infame Junta Consultiva -dijo el hombre echando espuma por la boca,
mientras con un látigo sacaba jirones de la espalda de Felipito.
-¡Pégale, pégale por bruto! -gritó con voz aguda la mujer-. Así
aprenderá este demonio que tiene que estudiar latín y dejarse de
consultivas. Porque es el latín, animal, y no la Junta Consultiva quien te
hará progresar en el comercio y ser, como lo es tu padre, el mejor
carnicero del barrio.
-Porque es el latín, monstruo, y no la Junta Consultiva quien te
enseñará a cortar bien los bifes de lomo -bramó el señor Cateura luego de
golpear con un martillo las sienes de Felipito.
Y luego de encerrar a su hijo con varios libros de latín, el señor
Cateura encendió la radio y se puso a oír con satisfacción a "Jorge Gen y a
los casi casi chiflados".
EL EXTRAÑO CASO DEL DOCTOR ENRIQUE DEYMONAZ
El doctor Enrique Deymonaz había sido asesinado y no se tenían, por
el momento, rastros del criminal. El caso, por lo difícil, fue encomendado
por la Scotland Yard al genial detective Cuculiu.
Cuculiu salió a la calle y, luego de observar atentamente con la lupa
hacia todos lados, comenzó a seguir a una señorita rubia que llevaba un
paquete en la mano. Mientras la seguía, se puso a deducir:
"Esta señorita es rubia.
Hay rubias oxigenadas.
El oxígeno se respira.
El que no respira está muerto.
El que comete una muerte es un asesino.
Luego, esta señorita es una asesina".
-Perdone, señorita -dijo el astuto detective, sacando las esposas-,
pero voy a tener que detenerla por asesinato.
-¿Asesinato? -preguntó palideciendo la señorita rubia-. ¿Asesinato de
quién?
Cuculiu comenzó de nuevo a deducir:
"Me pregunta a quién asesinó.
"Somos todos asesinos" es una película de cine.
En el cine hay números vivos.
El que está vivo no está muerto.
Por lo tanto, si el muerto está vivo, quiere decir que esta señorita
es inocente".
-Me equivoqué, señorita -se excusó Cuculiu tartamudeando-. Me he
confundido de asesino. Le pido a usted mil disculpas.
-Está bien, está bien -dijo la señorita-. Pero otra vez fíjese un
poco antes de acusar.
Luego de retirarse coloradísimo el detective, la señorita, pálida, a
punto de desmayarse, exclamó:
-¡Menos mal que se fue! Ahora, a tirar al río este paquete, antes de
que descubran que el doctor Enrique Deymonaz está adentro.